Santo Domingo de Guzmán, San Agustín de Hipona, la Santísima Virgen del Rosario y la advocación de María Madre de la Unidad.
Madre de la Unidad
Como Madre de Cristo y Madre de la Iglesia, la Santísima Virgen es también MADRE DE LA UNIDAD. Ella coopera con la Iglesia en la aplicación de “la redención copiosa” de Cristo, no solo a los católicos, sino también a los cristianos y los miembros todos, para que todos sean finalmente uno, en el Espíritu Santo, como Cristo y el Padre son uno.
Maternidad Redentora:
Cristo ha venido como “jefa”, no solo de Israel, sino también “del resto de sus hermanos” y de todos los hombres. El “juzgará a todos los pueblos y ejercerá la justicia hasta muy lejos con poderosas naciones” (Miq 4,3-4). Es “el varón, que ha de apacentar a todas las naciones con vara de hierro” (Apc. 12,5).
A todos “los juntará cual gavillas en la era” “y así será nuestra paz” (Miq. 4, 5-12): la paz de todos y de todo.
Pero, aunque “su origen es de antiguo, de tiempo inmemorial”, esta misión de paz y reconciliación la realiza, naciendo de “una Madre”, la Santísima Virgen María, que “lo da a luz” “en Belén de Éfrata” (Miq. 5,2-3). Por eso ella queda también asociada a su obra de redención y pacificación universal. El es “nuestra paz”, y la paz del mundo, en cuanto “nacido de mujer” (Gal. 4,4); con lo que ella se inserta también en su empresa de salvación y reunificación de los hombres y los seres todos.
A la consecución de este plan del Padre, de “reunir en uno todos los hijos de Dios, que están dispersos” (Jn. 11,52), Cristo, el Hijo Unigénito del Padre, nacido de la Virgen María por obra del Espíritu Santo, dedica su vida y sobre todo, su muerte. “Cuando yo sea levantado de la tierra -Proclama-, atraeré a todos hacia mi” (Jn. 12-32); lo que completa San Pablo, afirmando que “plugo al Padre reconciliar consigo todas las cosas en ÉL, pacificándolas con la sangre de su cruz” (Col. 1,20).
San Agustín de Hipona
Como es sabido, la Regla de san Agustín son las normas que Agustín de Hipona redactó para organizar la vida de la comunidad cuando fundó el monasterio de Tagaste, en el norte de Africa, y si bien aquellas las elaboró en tres momentos distintos, en el fondo se reducen a una sola regla.
La regla del santo es la más antigua de Occidente, del siglo IV al siglo V. En ella regula las horas canónicas, las obligaciones de los monjes, el tema de la moral y los distintos aspectos de la vida en monacato.
Muchos monasterios africanos adoptaron las reglas de san Agustín. Siglos más tarde fueron también adoptadas por órdenes clericales como los premonstratenses (siglo XII), los propios agustinos (siglo XIII) y los dominicos, mercedarios o servitas (siglo XIII).
La relación de santo Domingo con la regla de san Agustín tiene se remonta a los tiempos de aquel como canónigo de Osma. El obispo Martín de Bazán quiso establecer la vida regular entre los clérigos adscritos a la catedral de Santa María. Los animó particularmente a aceptar la vida común, la clausura y el silencio, favorecedores de la meditación, el estudio y la celebración del culto divino. En tales esfuerzos le precedió el obispo Beltrán, que fue quien convirtió el cabildo catedral en cabildo regular, en otras, palabras, en cabildo sometido a la regla de san Agustín.
Martín de Bazán fue apoyado en sus altos ideales por Diego de Acebes, insigne figura de aquel tiempo y del que ya se ha dado extensa razón en escritos anteriores. Éste, convertido en prior del cabildo buscó con esmero personas adecuadas para ayudar a la Iglesia particular en la marcha hacia nuevos derroteros, en plena sintonía con una restauración evangélica. Hasta Osma llegó la fama del joven Domingo, estudiante en Palencia, y averiguaron diligentemente cuál era el fundamento de semejante buena opinión. Tras confirmarse que era sólida, Martín de Bazán lo llamó e hizo canónigo de su iglesia catedral.
Domingo aceptó de buen grado la invitación que le hicieron para ir a la capital de su diócesis. Desde el comienzo en el Burgo de Osma se sintió plenamente centrado en el género de vida que se quería para el cabildo. En conformidad con la regla de san Agustín, cuya profesión mantendrá ya hasta la muerte, tuvo la caridad como norma suprema, ejercitada en la vida comunitaria, hasta lograr la unanimidad de alma y corazón en Dios y con los hermanos. Renunció en lo sucesivo a toda propiedad privada, y siguió con docilidad la fuerte llamada a la vida de oración, en las horas y tiempos señalados. Cuidó con esmero el clima de recogimiento en la Iglesia, para facilitar en aquel recinto la práctica de la oración. Se empeñó en poner en armonía el corazón y los labios en la celebración de la alabanza divina. Levó una vida austera, en la que entraban como componentes el ayuno y la mortificación. Alimentó su espíritu con la lectura, especialmente de las Escrituras Santas. Amó la belleza espiritual, y logró exhalar a través de su conversación el buen olor de Cristo.
Tan conocida, aceptada y seguida por fray Domingo fue la regla de san Agustín que cuando el papa Inocencio III le pidió a Domingo que, de acuerdo con sus hermanos, eligiera una regla aprobada sobre la que se apoyara su orden, tal elección no les resultó difícil. Optaron por la regla de san Agustín, llegando incluso a asumir también algunas observancias más estrictas relativas a comidas, ayunos, lechos y uso de vestidos de lana.
Incluso, cuando Domingo fue comisionado por el papa Honorio III, el cual llevó a la finalización un proyecto de su antecesor Inocencio III, para reunir en un monasterio a gran parte de las monjas de Roma, en concreto en el Monasterio de San Sixto, reconstrucción de la antigua basílica paleocristiana del mismo nombre, que databa del siglo V, organizó la vida en el nuevo monasterio a partir de la regla de san Agustín. Aunque se conoce como regla de san Sixto, es de suponer que santo Domingo trasladara a esta regla buena parte de cuanto reglamentaba la vida de sus hermanas de Prulla, Tolosa y Madrid, pero se mostró receptivo a otras disposiciones que procedían, por ejemplo, de la regla de san Benito o de los canónigos de Sempringham. En la regla de San Sixto se proyecta con claridad la fisonomía de santo Domingo como animador de una vida religiosa en constante renovación.
Virgen del Rosario
La Madre de Dios, en persona, le enseñó a Sto. Domingo a rezar el rosario en el año 1208 y le dijo que propagara esta devoción y la utilizara como arma poderosa en contra de los enemigos de la Fe.
Domingo de Guzmán era un santo sacerdote español que fue al sur de Francia para convertir a los que se habían apartado de la Iglesia por la herejía albingense. Esta enseña que existen dos dioses, uno del bien y otro del mal. El bueno creó todo lo espiritual. El malo, todo lo material. Como consecuencia, para los albingenses, todo lo material es malo.
El cuerpo es material; por tanto, el cuerpo es malo. Jesús tuvo un cuerpo, por consiguiente, Jesús no es Dios.
También negaban los sacramentos y la verdad de que María es la Madre de Dios. Se rehusaban a reconocer al Papa y establecieron sus propias normas y creencias. Durante años los Papas enviaron sacerdotes celosos de la fe, que trataron de convertirlos, pero sin mucho éxito. También había factores políticos envueltos.
Domingo trabajó por años en medio de estos desventurados. Por medio de su predicación, sus oraciones y sacrificios, logró convertir a unos pocos. Pero, muy a menudo, por temor a ser ridiculizados y a pasar trabajos, los convertidos se daban por vencidos. Domingo dio inicio a una orden religiosa para las mujeres jóvenes convertidas. Su convento se encontraba en Prouille, junto a una capilla dedicada a la Santísima Virgen. Fue en esta capilla en donde Domingo le suplicó a Nuestra Señora que lo ayudara, pues sentía que no estaba logrando casi nada.
La Virgen se le apareció en la capilla. En su mano sostenía un rosario y le enseñó a Domingo a recitarlo. Dijo que lo predicara por todo el mundo, prometiéndole que muchos pecadores se convertirían y obtendrían abundantes gracias.
Domingo salió de allí lleno de celo, con el rosario en la mano. Efectivamente, lo predicó, y con gran éxito porque muchos albingenses volvieron a la fe católica.
Lamentablemente la situación entre albingences y cristianos estaba además vinculada con la política, lo cual hizo que la cosa llegase a la guerra. Simón de Montfort, el dirigente del ejército cristiano y a la vez amigo de Domingo, hizo que éste enseñara a las tropas a rezar el rosario. Lo rezaron con gran devoción antes de su batalla más importante en Muret.
De Montfort consideró que su victoria había sido un verdadero milagro y el resultado del rosario. Como signo de gratitud, De Montfort construyó la primera capilla a Nuestra Señora del Rosario.
Un creciente número de hombres se unió a la obra apostólica de Domingo y, con la aprobación del Santo Padre, Domingo formó la Orden de Predicadores (más conocidos como Dominicos). Con gran celo predicaban, enseñaban y los frutos de conversión crecían. A medida que la orden crecía, se extendieron a diferentes países como misioneros para la gloria de Dios y de la Virgen.
El rosario se mantuvo como la oración predilecta durante casi dos siglos. Cuando la devoción empezó a disminuir, la Virgen se apareció a Alano de la Rupe y le dijo que reviviera dicha devoción. La Virgen le dijo también que se necesitarían volúmenes inmensos para registrar todos los milagros logrados por medio del rosario y reiteró las promesas dadas a Sto. Domingo referentes al rosario.
Biografía de Santo Domingo
Domingo heredará este deseo de ir a evangelizar a los cumanos, pero la muerte le sorprendió antes de poder llevarlo a cabo.
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Por entonces el papa había organizado una misión en el sur de Francia para predicar a los albigenses. Cuando estos predicadores, desalentados por el fracaso de su misión se encontraban reunidos en Montpelier para deliberar sobre el modo de proceder en adelante, coincidió que pasó por allí el obispo de Osma con toda su comitiva de camino para su diócesis. Conociendo la calidad humana y espiritual de Diego, le pidieron su opinión sobre el modo de proceder para que la misión tuviera éxito. Diego se dio cuenta de que la misión no podía prosperar a causa de la gran ostentación de estos misioneros: sus cuantiosos gastos, sus vestimentas y caballos.
Estaba convencido de que había que predicar imitando a los Apóstoles, viajando a pie y mendigando el pan de puerta en puerta. Para darles ejemplo él mismo envió su séquito y equipaje a su tierra, dejando únicamente a su lado a Domingo y a unos pocos clérigos. Y se puso a predicar en esa región mendigando lo necesario para su sustento. Desde este momento Domingo ya no se llamó subprior sino fray Domingo.
Hacia el año 1206 Diego decidió fundar un monasterio para albergar a mujeres nobles de familias católicas que, por motivos de pobreza, eran entregadas por sus padres a los herejes, para que las educaran y se ocuparan de su manutención. Para ello adquirió en Prulla, cerca de Fanjeaux, la iglesia de Nuestra Señora, que se encontraba en mal estado y no se había seguido usando. En torno a ella se construyó el monasterio. Este lugar sirvió también de base al grupo de predicadores. De ahí partían para evangelizar a las gentes y ahí regresaban para descansar.
Durante este período Diego, que era el líder del grupo, hizo varios viajes a su diócesis para traer predicadores y libros que les ayudase a preparase para la tarea de la evangelización. Cuando volvió a España a comienzos de 1207, dejó como vicario a Domingo. Diego murió ese mismo año mientras estaba en España. Al conocerse la noticia la mayoría de los misioneros se volvieron a sus casas. Domingo se quedó prácticamente sólo en la brecha.
Durante los diez años de apostolado en el sur de Francia, Domingo fue reuniendo poco a poco a su alrededor un grupo de misioneros entre los que no existía ningún vínculo jurídico; estaban unidos a él libremente y podían marcharse cuando quisieran. Domingo iba experimentando un impulso cada vez más fuerte hacia la predicación. Llevaba muy metido en su corazón el deseo de la salvación de todos. Y para ponerlo en práctica arriesgó su vida, pues su actividad molestaba a los herejes. Estos hicieron lo posible para desacreditarlo, poniéndolo en ridículo y riéndose de él. También intentaron matarlo.
Cuando pasaba por un lugar en el que Domingo sospechaba que le habían tendido alguna emboscada lo recorría alegre y cantando. Sus enemigos estaban admirados de su valentía. En cierta ocasión le preguntaron: “¿No te horroriza la muerte? ¿Qué harías si te apresáramos?” Y él replicó: “Os rogaría que no me matarais inmediatamente, infligiéndome golpes mortales, sino que prolongarais el martirio con una sucesiva amputación de mis miembros. Después, poniendo ante mi vista los trozos de los miembros cortados, os pediría que me arrancarais los ojos, y dejarais así el tronco bañado en sangre, o, por el contrario, lo destruyerais por completo; así, con una muerte más prolongada recibiría una más alta corona de martirio”.
Ante estas palabras sus enemigos se quedaron atónitos y ya no volvieron a tenderle más emboscadas. Tanto su valentía como su amabilidad lo hacían muy peligroso a los ojos de los herejes. Como el obispo Diego, Domingo estaba convencido de que había que vencerlos con sus propias armas, es decir, con una austeridad de vida tal que ni ellos mismos pudieran igualar.
Hacia 1215 sus ideas se fueron perfilando y su proyecto de fundar una Orden de predicadores aparecía en su mente con mayor claridad. En estos momentos compartió su proyecto con dos de sus grandes amigos: Fulco, obispo de Toulouse, y el conde Simón de Montfort, quienes le apoyaron desde el primer momento. Al entrar en Toulouse dos ciudadanos ofrecieron sus personas y sus bienes para comenzar la fundación: Pedro Seila, hombre rico, y un cierto Tomás, que más tarde se convirtió en un gran predicador.
Pedro Seila ofreció a Domingo y a sus compañeros dos casas que poseía en Toulouse; más tarde, siendo prior de Limoges, le gustaba repetir: “No fue la Orden la que me recibió a mí, sino yo el que recibí a la Orden en mi casa”. Desde entonces fray Domingo y sus compañeros comenzaron a habitar por primera vez en esta ciudad.
Al principio la Orden tenía carácter diocesano, pero Domingo quería abrirla al mundo, cosa que sólo era posible con la aprobación del papa. La ocasión se presentó cuando el obispo Fulco fue convocado para asistir en Roma al IV concilio de Letrán e invitó a Domingo a acompañarle. Juntos fueron a pedirle al papa Inocencio III que bendijera el proyecto.
Los padres del concilio, asustados por la multiplicación abusiva de reglas religiosas, decretaron que no se aprobase ninguna Orden nueva. Ese decreto iba directamente en contra del proyecto de fray Domingo. En esos días se sitúa la leyenda que cuenta el sueño del papa Inocencio III en el que vio como la basílica de Letrán estaba a punto de desplomarse y caer, pero un hombre la sostenía sobre sus espaldas; era fray Domingo. Al despertarse lo mandó y le ordenó que fuera al encuentro de sus hermanos y que eligieran una regla antigua que fuera la más favorable a su instituto.
Este sueño, que ha sido recogido en los anales de la Orden de Predicadores, se cuenta también y en las mismas circunstancias de san Francisco de Asís. Dicho sueño permanece vivo todavía en la basílica del Vaticano donde las estatuas de san Francisco y santo Domingo son las más próximas a la cátedra de san Pedro.
Cuando Domingo regresó a Toulouse se encontró con que su joven familia se había multiplicado. Ahora eran en torno a dieciséis frailes. En este grupo había ocho franceses, seis españoles entre ellos el beato Manés, hermano de santo Domingo y un inglés. De común acuerdo eligieron la Regla de san Agustín.
A la Regla Domingo añadió uno de sus adagios favoritos, tomado de san Esteban de Grandmont, según el cual los frailes deben hablar siempre “con Dios o de Dios”. Quienes conocieron a Domingo personalmente nos dicen que “siempre hablaba con Dios o de Dios”. Humberto de Romans, quinto Maestro de la Orden, señala además que Domingo tomó de los Premostratenses “lo que había de más rudo, de más bello y de más prudente”. En la Regla de los Predicadores todo es canonical salvo algunas costumbres tomadas de los cistercienses.
Cuando Domingo regresó a Roma el papa Inocencio III ya había muerto. Su sucesor, Honorio III, aprobó la Orden de los Frailes Predicadores en sus dos bulas del 22 de diciembre de 1216 y aprobó igualmente sus dos elementos esenciales: el estado canonical y la predicación. En el siglo XIII este objetivo de la predicación era toda una revolución. Hasta entonces no existía una sociedad de predicadores estable y libre de toda limitación jurídica. Se trataba de una Orden que se ponía bajo la jurisdicción de la Santa Sede.
Esta novedad suscitó numerosas dificultades al principio. La idea de predicación universal provenía de Domingo, a quien entonces en el sur de Francia llamaban “el Maestro de la Predicación”. Otra de las innovaciones introducida por Domingo es el estudio como una obligación de la Regla, obligación necesaria y permanente.
Al año siguiente, en 1217, en la fiesta de Pentecostés, Domingo comunicó a sus frailes la decisión de dispersarlos. Tal decisión preció una locura tanto a sus amigos como a los mismos frailes, pensaban que la dispersión acabaría con la Orden. Sin embargo, Domingo permaneció firme en su decisión y respondió a quienes no estaban de acuerdo diciendo: “¡No me contradigáis! Sé muy bien lo que hago”.
El curso de los acontecimientos puso de manifiesto el acierto de tal decisión. Otra razón más pastoral alegada por Domingo era que “el grano de trigo amontonado se pudre, pero si se esparce produce mucho fruto”. Domingo se preocupó de que sus frailes se formaran bien, enviándolos a las Universidades con el objetivo de que su predicación fuera más eficaz. La Orden va a hacerse presente desde el primer momento en los dos centros universitarios más importantes de la cristiandad occidental como eran París y Bolonia.
A partir de esta dispersión comenzó para Domingo una época de viajes continuos, a pie, a través de Francia, Italia y España visitando los conventos y poniendo las bases de nuevas fundaciones. Él mismo carecía de celda en los conventos que visitaba. Con frecuencia pasaba la noche en las iglesias entregado a la oración y cuando el sueño le vencía se quedaba allí dormido.
En Roma trabó una profunda amistad con el cardenal Hugolino, quien al ser elegido papa (Gregorio IX), apoyó enérgicamente a la Orden. Hugolino puso a Reginaldo de Orleáns, deán de St. Ainan en Orleáns, en contacto con Domingo. Reginaldo se sintió tan impresionado por la personalidad de Domingo que decidió unirse a él. Reginaldo se convirtió en el vicario de Domingo.
Antes de morir Domingo tuvo tiempo de convocar dos Capítulos Generales (en 1220 y en 1221). Estando en Bolonia en el lecho de muerte, llamó a algunos frailes del convento que existía en esta ciudad con el fin de entregarles en herencia todo lo que poseía y les habló así: “Esto es, hermanos queridos, lo que os dejo en posesión, como corresponde a hijos con derecho de herencia: tened caridad, conservad la humildad, poseed la pobreza voluntaria”. Además de otras confidencias les dijo que les sería más útil cuando muriera -mediante su intercesión- de lo que lo había sido en vida.
El viernes 6 de agosto de 1221, fiesta de la Transfiguración del Señor, rodeado de sus hijos, entregó su último suspiro. Su buen amigo, el cardenal Hugolino, que se encontraba por aquellos días en Bolonia, presidió personalmente el oficio de sepultura en presencia de muchas personas que estaban convencidas de la santidad de vida del “Padre de los Predicadores”. Fue también el cardenal Hugolino quien, más tarde, siendo papa le canonizó (1234). Pronto se despertó la devoción en la gente sencilla que acudía a orar ante su tumba o a depositar exvotos en acción de gracias por las curaciones de las que se había beneficiado mediante su intercesión.